Busco el hoyo que se hunde en mi garganta
un poco más abajo de la nuez
formando línea con el esternón.
Es blando, delicado, sin defensa
-intersticio sutil por donde
se hace vulnerable la coraza-
y aquí hiendo el acero afilado del cuchillo
con la fuerza que da este rictus rabioso,
vengativo, cruel.
Mi coraje
es el que siempre avanza junto a los desahuciados.
Ya hecho lo difícil,
solo queda rasgar, rasgar, rasgar
en vertical, de arriba abajo
el tajo limpio de la hoja afilada, afiladísima.
Me parto en dos mitades.
Me abro como un armario,
como un ropero grande repleto de tesoros
si no de desperdicios.
Sobre la piel brillante del hule de la mesa
(la mesa del salón para diez comensales
que juntos adquirimos en Ikea)
iré depositando, con mimo, los pedazos
de esta maquinaria inefable del cuerpo
que nunca me falló:
el corazón, los ojos, los riñones,
el estómago, el bazo,
la inmensa longitud del intestino,
la solidez oscura de la sangre,
el trofeo triunfal de la vagina,
el páncreas, los pulmones, la vesícula,
los huesos aún pegados a la carne,
la frontera final de la epidermis...
Lo dejaré todo dispuesto y ordenado
como en el mostrador de una carnicería,
expuesto a los ojos de cualquiera que pase,
indecente, sangrante e inhumano
y me sentaré a ver
qué efectos causo entre los transeúntes
una vez cuarteada
(que es decir: me sentaré a observar
la especie humana, su cruel naturaleza).
Ya todo está dispuesto
y yo ardo de deseos de empezar.
Aquí tengo el barreño, las tenazas,
tijeras, alicates, serrucho, bisturí...
Compruebo que está todo preparado,
y apruebo el inventario.
Antes de comenzar solo me falta
invitarte a esta fiesta,
a este ritual del despiece y la ofrenda
en que desde hace tanto tomas parte
en silencio, de incógnito.
Toma asiento, amor mío,
vas a ver lo que nunca pensé
que pudiera enseñarte.
Te prometí un estriptis:
pues este es el estriptis absoluto.
-Care Santos
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